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Sinopsis

Intriga, acción y suspense en una disparatada historia policial que le atrapará desde la primera línea.

Y es que Esa tal Dulcinea es mucho más que una novela de humor extravagante que le hará desternillarse de risa. Es también una farsa burlesca, una sátira moral y social que retrata sin indulgencia, la decadencia de nuestro tiempo.

En su palacete del madrileño barrio de Salamanca, la vida transcurría sin mayores sobresaltos para Doña Ana Ordaz Daza Farfán de los Godos y José Gómez Aguilar —unos pintorescos marqueses de dudosa alcurnia—, hasta que una inesperada noticia viene a perturbar la monótona vida de la pareja.

Dulcinea, la vergüenza de la familia, una prima de Doña Ana que de joven se marchó a Colombia para casarse con un trompetista negro del cual estaba perdidamente enamorada, acababa de morir dejando como únicos herederos de una millonaria fortuna a nuestros nobles protagonistas. Solamente tendrían que cumplir con su última voluntad: que sus restos descansaran en tierra española.

El trámite resultaría sencillo: habrían de recoger los restos mortales de Dulcinea en el aeropuerto, trasladarlos a un cementerio, ofrecerles cristiana sepultura y recibir la herencia a continuación. Sin embargo, en esta historia todo es engañoso, nada es lo que parece.

Ya desde el inicio comienzan a encadenarse un sin fi n de situaciones tragicómicas, hilarantes, a cual más descabellada pero tan creíbles como la vida misma, y el camino hacia la ansiada herencia se verá minado por una desconcertante batería de contratiempos, intrigas y dudosos accidentes encarnados por una galería de personajes que van desde unos violentos inmigrantes islámicos hasta unos escrupulosos y delirantes agentes de la benemérita. Como en toda novela negra que se precie, no faltará Braulio, el mayordomo, que seguramente sabe más de lo que aparenta. Pero quien se llevará las palmas —y las palmeras— será Poncho, un enorme gran Danés, unas veces manso y otras no tanto, que será juez y parte de la trama y hará la delicia de los lectores.

Una novela imperdible, ingeniosa, de ritmo trepidante y con un fi nal inesperado hasta para las mentes más perspicaces.

El humor es una constante de la primera a la última página. A través de estos personajes singulares y de sus defi nitivamente insólitas peripecias, la ágil pluma de Manuel Enríquez logra, con holgura, que el lector tenga la sonrisa asegurada a todo lo largo de la obra.

Introducción

Cuando Doña Ana Ordaz Daza Farfán de los Godos, «de los Ordaz de toda la vida», se acercó a su marido, éste se hallaba cómodamente sentado en su butacón favorito con el último ejemplar de «The Times» en sus manos y una copa de martini dry sobre la mesa. A don José Gómez Aguilar, de soltero Pepe Gómez o más frecuentemente «Pepe el del Mercero», no le gustaba la ginebra, él siempre hubiera preferido un tinto de verano con gaseosa, ni tampoco hablaba inglés, pero aficionado como era a las películas del agente 007, le parecía que estos dos detalles le daban prestancia y empaque ante la servidumbre de Villa Ordaz.

Villa Ordaz, un palacete renacentista situado en las proximidades de la madrileña calle de Príncipe de Vergara, en el madrileño barrio de Salamanca, había pertenecido a la familia de doña Ana desde dos siglos atrás y estuvo a punto de ser requisado por la Dirección General del Patrimonio en el año 1990 «para su posterior restauración», si bien algunas malas lenguas insinuaron que deudas con la Agencia Tributaria eran las responsables del requisamiento que no sería sino un embargo camuflado para salvaguardar el buen nombre de la familia. Sea como fuere, la boda de doña Ana con don José interrumpió todo el proceso. Lo que no pudo interrumpir fueron los comentarios realizados por las mismas malas lenguas que afirmaban que doña Ana se habría casado únicamente como consecuencia del rico patrimonio de don José.

Don José Gómez Aguilar, era hijo de un guarromanense que cansado de recoger olivas, emigró a Cataluña en 1965. Con el producto de la venta de una pequeña tierra compró una Vespa y abrió una mercería en la calle Conde del Asalto, muy cerca del Paralelo. El negocio prosperó rápidamente y pronto cambió la moto por un Seat 600 primero y por un 1500 un par de años más tarde. Nadie podía explicarse dónde radicaba el éxito empresarial de «Pepe el Mercero». La respuesta estaba tanto en la Vespa como en los otros dos coches después. La amistad de Pepe con Pericón, un guardia civil también guarromanense, vecino y amigo del primero completaban la solución al enigma. Pericón había llegado a comandante de la Benemérita en el puesto fronterizo de La Junquera. Este hecho facilitó enormemente el paso de dicha aduana al mercero, que se dedicó a la «importación extraoficial de ropa interior de estilo y venta al menor» que es como él denominaba al contrabando de lencería de diseño y artículos eróticos y su posterior venta a miembros destacados de la burguesía catalana entre los que se contaban industriales, políticos, ministros del gobierno central e incluso algún miembro de la conferencia episcopal española. En 1977, con la llegada de la democracia, don José aprendió a hablar catalán y se afilió a Convergencia Democrática de Catalunya en donde, dicho sea de paso, contaba con buenos clientes y amigos. El inicio de la democracia dio comienzo a una época de crisis para la mercería que vio que el monopolio del filón erótico se terminaba. En esos momentos ya era posible encontrar todo tipo de artículos en los establecimientos convencionales sin necesidad de ir a buscarlos fuera del país. Don José traspasó la mercería y fundó CALESA, Catalana de Lencería S.A, que se dedicó a la fabricación de bragas y sostenes. CALESA estuvo a punto de presentar suspensión de pagos en distintas ocasiones pero la entrada de la mujer en las Fuerzas Armadas y las negociaciones llevadas a cabo entre la Generalitat con el Gobierno de Madrid, tuvo como consecuencia la firma de un contrato entre CALESA y el Ministerio de Defensa por el cual la primera se comprometía a servir mensualmente doscientos cincuenta mil conjuntos de sujetador y bragas de campaña y otros tantos conjuntos de paseo. Siendo el contrato válido durante un periodo de 25 años. Una cláusula no escrita era que un dos por ciento de los ingresos totales de cada operación, habría de ir a parar a una cuenta no numerada en un banco andorrano. Como a consecuencia de la comisión, don José incrementó el precio de las prendas en un 15 por ciento, siéndole aprobada de igual manera la factura proforma que presentó, no tuvo inconveniente en cumplir lo pactado. Sí que se preguntó para qué necesitarían tanta ropa interior las fuerzas armadas. Pero como la pregunta podría hacer daño tanto a su conciencia como a la viabilidad del contrato, pronto decidió olvidarla. CALESA fue el último regalo que don José hizo a su hijo, a la sazón un treintañero más próximo a los cuarenta que a los treinta y cinco, que no había heredado de su padre otras cualidades más allá del nombre, pues también se llamaba José, recibiendo de su madre una ansia por la ostentación y el derroche dignas de las mismas bodas de Camacho. Aportando por iniciativa propia una estupidez difícil de superar. Pocos meses después de la firma del contrato millonario, murió don José. El hijo nada más terminar todo el papeleo propio de la testamentaría y dado que no había quien pudiera discutirle las decisiones, puso la empresa en manos de don Albert Casals, un administrador de confianza que tuvo la buena cabeza de satisfacer todos los caprichos del joven millonario haciéndose millonario él también.

En 1992, durante una visita a la Expo de Sevilla conoció en el hotel Alfonso XIII a la señorita doña Ana Ordaz y Daza Farfán de los Godos, «de los Ordaz de toda la vida», le dijo la joven nada más conocerle. Al ya no muy joven José le gustaron esos apellidos aunque nunca había sido capaz de precisar dónde terminaba el primero para empezar el segundo. Doña Ana no era especialmente atractiva y su carácter también dejaba mucho que desear pero… ¿Cuántos de sus amigos se habían casado con una «Ordaz de las de toda la vida…?» Evidentemente que ninguno, se contestó el hombre. Además otra de las cualidades que adornaban a la aspirante era la posesión de un título nobiliario: «Marquesa de Millana». Si bien dicho título estaba algo caído en el olvido por una cuestión de derechos reales, no fue óbice para que don José pidiera en matrimonio a doña Ana justamente 48 horas después de conocerla. A la recién pedida no le pilló demasiado desprevenida la petición porque ya se había dado cuenta de que su ahora novio, además de millonario era imbécil. Aún y así le pidió una semana de tiempo para pensárselo. Dicha semana la invirtió en recabar informes bancarios sobre el pretendiente y dado que estos no podían ser más favorables, aceptó la propuesta fijando la fecha de la boda para tres meses después.

Tras la ceremonia y el consiguiente viaje de novios consistente en un crucero a las islas griegas que no pudieron disfrutar por pasar todo el viaje mareados y encerrados en su camarote exterior de primera cubierta, establecieron como residencia definitiva el consabido palacete, ya restaurado y libre de cargas fiscales. Don Albert seguía atendiendo fielmente las facturas presentadas por el matrimonio mientras que su propio patrimonio seguía aumentando

El título del Marquesado de Millana fue rehabilitado, convirtiéndose el otrora «Pepe el del mercero» en Don José Gómez de Aguilar, Marqués de Millana. Quísose enterar el señor marqués consorte dónde se hallaba ese marquesado que tanto dinero le había costado y que resultó ser en un minúsculo pueblo de la provincia de Guadalajara, cerca de Sacedón y próximo a los pantanos de Buendía y Entrepeñas. Tras escribir sendas cartas al alcalde y al párroco del pueblo recibió la correspondiente contestación de las alborozadas autoridades, eclesiástica y civil del villorrio, porque «el buen Dios había querido conceder a su augusta merced la gloria de ser nombrado Marqués de este pequeño, pero no por ello menos noble marquesado y recordándole la obligación cívica y cristiana de contribuir a los gastos de reforma y reparación de la techumbre y campanario de la parroquia así como la de sufragar en la medida de lo posible las fiestas, que en honor del Santo Patrón, se celebran, Dios mediante, en la segunda quincena del mes de septiembre y a las cuales nos complacemos en invitarle para su nombramiento como ciudadano de honor y entrega de las llaves del pueblo…»

El marqués consorte, tras enviar una generosa dádiva, acudió en solitario a las fiestas del lugar. Disculpó la no asistencia de la marquesa que en aquellos días hallábase afectada por fuertes migrañas. En la novillada lidiada el día de la Fiesta Mayor le fueron brindadas las muertes de los tres novillos lo que le costó otros tantos regalos para los jóvenes matadores.

Los años siguientes transcurrieron sin otra cosa digna de destacar hasta esa mañana, en la que, como ya hemos dicho, doña Ana se acercó a su marido:

—Pepe, tengo que decirte algo, algo muy importante que nos afecta a los dos...

—No me digas más —contestó él, incorporándose de un salto—. El perro se ha comido las palmeras que planté la semana pasada.

Doña Ana respiró profundamente en un intento vano de acumular toda la paciencia posible

—No, no es eso —respondió la mujer.

El hombre suspiró aliviado. Nada podría ser peor que el perro se hubiera comido las palmeras que tanto tiempo llevaba intentando arraigar y que el clima de la capital lo impedía. Doña Ana tampoco le dijo que esta última tentativa también había sido infructuosa pues las plantas ya estaban heladas desde el fin de semana anterior.

—¿Entonces…? —preguntó mientras su vista volvía al periódico— ¿Qué es eso tan importante que te preocupa?

—Mi prima Dulcinea. Era quince años mayor que yo y nunca te hablé de ella. En nuestra familia ese era un tema tabú. La vergüenza de la casa. Fue en 1960 y yo, en aquella época, era poco más que una niña. El secreto fue absoluto. Casi… Porque la criada Liduvina se encargaba de tenerme al día de todas las novedades que pasaban por la casa.

—¿Liduvina? —contestó el marqués mientras pasaba la página al periódico—. Creí que era la mujer de confianza de tu madre

—Y efectivamente lo era. Un perro fiel —la marquesa sonrió con malicia—. Un perro fiel que me hacía la vida imposible hasta que me enteré de su secreto. Lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer. Fue un día importante para mí. Yo tenía doce años, era por la noche y me desperté con un susto tremendo. Tenía las sábanas manchadas de sangre. Con las piernas también sucias, sin saber qué hacer no me atreví a molestar a mi madre pues se había acostado con una fuerte jaqueca. Bajé las escaleras y me dirigí hacia el cuarto de servicio. Me extrañó que se viera luz debajo de la puerta. Además se escuchaban algunos cuchicheos. Empujé la puerta decidida y…

—¿No llamaste antes de entrar? —dijo tratando de prestar un poco de atención.

—¿Llamar? ¿A la habitación del servicio? ¡Por Dios, qué humillación! Parece mentira que digas eso, Pepe. Las habitaciones de la servidumbre no tienen porqué estar vedadas a los señores. Pepe, permíteme que te diga que nuestros años de matrimonio no te han servido para nada. En cuanto te descuidas pierdes el barniz y la mercería salta a la vista.

—¡Mmm! Perdona, cariño, tienes razón. No sé en qué estaría yo pensando. Decías que abriste la puerta y encontraste a la criada… ¿Qué estaba haciendo? Algún amante… Supongo…

—No, no era eso. Efectivamente allí había un hombre joven, de unos veintipocos años. Uno de esos… Revolucionarios comunistas. Liduvina cosía la hoz y el martillo sobre una bandera republicana mientras que él leía «El Capital». El chico estaba siendo buscado por la policía y Liduvina lo escondía en nuestra residencia. ¿Dónde mejor? Una casa de gente bien, fiel al Movimiento, católica y de derechas de toda la vida estaba fuera de cualquier sospecha. Liduvina se arrodilló llorando delante de mí y me rogó que no dijera nada. Yo permanecí callada, sonreí y me di media vuelta.

—¿Y tu menstruación?

—¡Pepe, por Dios, de esas cosas nunca se pregunta a una señora…

—Pero… —respondió aturullado—. Creí que estabas asustada por tu primer periodo. Las manchas de sangre en la sábana y en tus piernas.

—No, eso vino dos años después. Lo que pensé que era sangre resultó ser esmalte de las uñas. Siempre me ha gustado llevarlas pintadas. Aquella tarde le había quitado a mamá su pintauñas preferido. Me senté en la cama y me dediqué a pintarme las uñas de los pies a escondidas porque las hijas de la alta sociedad nunca deben pintarse antes de su puesta de largo a los 15. Con calcetines y zapatos puestos nadie se daría cuenta de mi travesura. El caso es que tras haber finalizado mi sesión de cosmética algo debió distraerme porque dejé el frasquito sin cerrar sobre la cama. El resto es fácil de imaginar. Me acosté, el contenido se volcó y manchó todo de rojo. La propia Liduvina me limpió las piernas y se encargó de hacer desaparecer las sábanas sin que mamá se enterase. Fue un pacto de silencio. Yo callé lo del revolucionario en casa y ella no solamente guardaba mis secretos sino que también me informaba de todas las novedades de la familia. Así fue cómo me enteré de lo de mi prima Dulcinea. Todo un escándalo que ahora regresa.

Conoce al autor

Manuel Enríquez

Nace en Madrid en 1958 y aunque siempre le gustó la escritura, no se dedicó a ella de forma regular hasta que a finales del siglo pasado se quedó totalmente ciego por culpa de una degeneración de retina. Cuando supe que me iba a quedar ciego —dice Manuel—, decidí que podría perder la vista pero que no iba a perder nada más. Y así ha sido porque, al menos en lo que al sentido del humor se refi ere, Manuel lo tiene como demuestra a todos aquellos que se atrevan a adentrarse en esta novela, su tercera obra, en la que el lector pasará con facilidad de la sonrisa a la amplia carcajada. Con Esa tal Dulcinea abre una nueva línea distinta que nada tiene que ver con su trabajo anterior Cierra los ojos y mírame, 2012 (Ediciones Destino) una obra casi autobiográfica, en la que contaba la historia de un joven que pierde la vista de manera repentina. Tampoco tiene mucho que ver con su primera obra Caminos del oro blanco una novela medieval con abundante documentación histórica, que le llevó a ganar uno de los premios Tifl os para autores ciegos en el año 2008 y que pronto contará con una segunda parte. Hasta que ésta llegue, invitamos al lector a sumergirse en esta nueva historia llena de humor, imaginación y dulce crítica. Que ustedes lo pasen bien.

Algo debes estar haciendo mal si no encuentras un motivo para sonreír

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Nacho el día 26-01-2015
Un libro maravilloso, lleno de ironía y humor.
Paqui el día 29-05-2014
Este libro, pese a que no lo he leído aún, parece estar lleno de sorpresas. Espero que sea exitoso pues escribes bastante bien.
Saludos.
Esther el día 09-05-2014
Una de las mejores novelas que he leído últimamente.
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